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  • AG
  • 31 may 2020
  • 3 Min. de lectura

Baño Turco (Ingres, 1862)

La coincidencia ahora no solo son las termas, sino la pulcritud de una línea, entre Kunisada, Tadema y hoy: Ingres. Así hoy se cierra el ciclo de las Termas, 3 de 3, con una variable más, espacio cuyo origen proviene del baño romano: Baño Turco (1862) de Jean Auguste Dominique Ingres (Francia, 1780-1867), culminación de la larga experiencia en el mundo del arte y el dibujo, símbolo de la perfección formal del clasicismo académico.


Mujeres odaliscas, de espaldas, con actitudes desenfadadas, fue un conjunto semántico que Ingres plasmó por encargo de Napoleón en 1848, entregado hasta 1859; la imagen locomotora de este requerimiento se especula provino de un libro que pertenecía a la esposa del embajador de Inglaterra en Constantinopla hacia el siglo XVIII. Sí, Ingres fue considerado un pintor de despacho su capacidad de observación demeritaba a cualquier viajero.


Ingres manifestó el deseo que flotaba en occidente, íntimamente atado al lejano oriente y aunque el espacio arquitectónico es lo que cobra menos importancia en este retablo debido al protagonismo de los cuerpos, logró cristalizar sus extensiones para la omnipresencia, al modificar la forma del bastidor, de rectangular a circular para conceder no solo armonía a la pieza sino una nueva dimensión al espectador, quien siempre será invitado a mirar y convertirse en un espía.


Este patrón de perceptos que alteró las reglas de aquella época, dio a conocer una distinta perspectiva de la fisonomía femenina, pinceladas que hablaban de una volumetría perfectamente esculpida y colores vibrantes que con relaciones de lejanía y cercanía dotaron de profundidad y dinamismo la gran cueva húmeda, esta composición influyó en grandes artistas del siglo XIX y XX, por ejemplo, la plástica picassiana azul se da por terminada después del contacto que tiene con Ingres y su Baño Turco en el Salón de Otoño de 1905.


Como lo prometí, concluyo con la nota de cata que considero es digna de estos tres relatos pues parecen concatenar el recuerdo de texturas y colores que en este imaginario estimulan el gusto y el olfato a percibir combinación de aromas y sabores muy característicos de una Retsina, vino blanco de origen griego cuya producción data en el siglo II d.C.



DOP. Retsina. Grecia.

Los griegos fueron pioneros en la producción del vino, su procedimiento consistía en secar las uvas al sol y macerarlas en agua de mar "desalinizada" previamente para que reposara junto con ellas en ánforas de arcilla. Con el propósito de evitar la oxidación precipitada del vino, añadían resina de pino de Alepo para sellar “herméticamente” el recipiente y conservarlo por más tiempo. Esta práctica se volvió tan efectiva que los romanos la imitaron. Sin embargo, en nuestros días es Grecia y el sur de Chipre quienes brindan por la Denominación de Origen Protegida y la Denominación Tradicional que conocemos como Retsina.


Aunque se caracterizan por tener hasta 250 tipos de uva, la Retsina se produce con uva blanca, la más común Assyrtiko y la única que he probado por lo que les puedo contar sobre la experiencia de estimulos olfativos y gustativos que remiten a las termas tanto orientales como occidentales.


En la vista son vinos cuya intensidad de color es alta y podrás confundir su densidad con la de un aceite de linaza, por lo que tu copa se percibirá brillante. En la nariz, su intensidad aromática es media, sin embargo muy singular, la nota salina será el estandarte para recordar las algas que salpican los mares, aromas que narran el carácter húmedo de las termas como consecuencia de la porosidad que invade las piedras naturales de sus estructuras. A su vez encontrarás cáscara de cítricos como la lima y el limón eureka y solo al fondo el perfume de la manzana amarilla y una pálida rosa.


Para cerrar, en boca confirmarás todo aquello de lo que habíamos platicado: El recorrido de las tres temperaturas, templado, cálido y frío sensación que en una exquisita y redonda acidez añaden la cualidad exótica a este vino que suplico no te pierdas con la aceituna de tu preferencia, ¡Salud!

 
 
 
  • AG
  • 24 may 2020
  • 2 Min. de lectura

La costumbre favorita (Alma-Tadema, 1909)

El segundo eslabón de esta historia afectiva que he partido en tres, es una obra de origen inglés. Para recapitular, quiero mencionar nuevamente el pretexto, Natsume Soseki en su libro Soy un gato (1905), el hilo conductor: Las termas.


La costumbre favorita es una obra realizada por Lawrence Alma Tadema en 1909, (1836-1912) su composición proviene de una reconstrucción de hechos históricos que el artista hilvanó mediante fotografías efecto de sus apuntes de viaje. Este encuadre además de introducirnos a la espacialidad de las termas romanas y la contemplación como canal para la curación del cuerpo, es la liga que utilizo para objetar en la tensión de las fuerzas, cómo la cultura occidental representó una amenaza

para Japón mientras que los artistas de occidente encontraron una oportunidad en la actividad de oriente.


Al nacer el Romanticismo en Europa, se enciende una luz que ilumina el mundo oriental el cual baña cada uno de los rincones del arte occidental, adquiere tanto brillo que sus reflejos perduraron hasta una vez terminado el movimiento (S. XVIII y XIX).


Tal fascinación artística encontró otros caminos de expresión de mayor especificidad, por ejemplo, de orden arqueológico, detectado en pintores ingleses como Tadema, cual labor fue altamente valorado no solo por sus cualidades estéticas sino por una consumación historiográfica de textiles, hechuras, texturas y detalles arquitectónicos que atendían perfectamente a la época antigua.


Alma Tadema, se obsesionó por el Clasicismo en un lapso de tiempo en el que mayoritariamente existía la ofuscación por la Revolución Industrial; él decidió bajarse del tren y hacer una pausa, contemplar para nutrir la cristalización de sus imágenes.


Esta escena es el relato de los baños de Stabian, revelados al mundo en 1824. Reconstruyó con mayor suntuosidad que los originales, fue consciente de su habilidad para reproducir el mármol.


En el primer plano se observa una estancia que era llamada Frigidarium, lugar donde terminaba el ritual del baño romano, acto que iniciaba en el Tepidarium, espacio tibio cuya temperatura aumentaba por un sistema de calefacción subterráneo, para posteriormente pasar a otro con temperatura y humedad mucho más alta, el Caldarium.


La representación de este acontecimiento se asocia con el arte japonés por el uso de recursos como la monocromía, el acento floral, elemento de contemplación presente en la mayoría de sus lienzos con el que imprime la belleza femenina como efímera al adherir a la figura occidental la precisión y simplicidad que distingue el trazo de

oriente.


Las flores también confieren la relación humana-naturaleza para la creación del fenómeno organoléptico en el espacio: Presencia de temperatura, sensaciones y aromas, levedad del ser que rinde culto y envuelve un rito…

 
 
 
  • AG
  • 17 may 2020
  • 4 Min. de lectura

The Nakamanjiro public bath (Utagawa, 1869)

Hace un par de semanas un fragmento de Nasume Soseki, en su libro Soy un gato, robó mi atención. Para situarlos en un contexto de manera breve, es una crítica al fenómeno de occidentalización que influyó fuertemente la cultura de oriente hacia el año 1907, periodo de la dinastía Meiji, a través del ojo y la voz de un gato que relata la vida de una familia japonesa y sus circunstancias. El pasaje que cobra importancia es el que gira entorno al vocablo Osen, aguas termales de origen volcánico en Japón. Este es el primer escrito de tres cuyo tema principal es las termas y el cuerpo, sobre los que estaré reflexionando en las próximas dos semanas.


La relación primera está en el espacio físico y la fragilidad del cuerpo desnudo, Soseki describe la ingravidez del agua en sus distintos estados físicos, vapor y humedad se entrelazan en las dimensiones de un espacio para condensarse y prenderse de los cuerpos que desprovistos del vestido, asumen su verdadero valor. Las telas como ropajes se imponen, la moda como recurso inseparable de la Historia concede mayor valor a los objetos que al propio cuerpo, que confiere el sentido de su existencia.


En estos ambientes en los que se rinde culto al cuerpo, es donde cada individuo deja de ser reconocido por aquello que cubre su verdadera y singular belleza, para ser uno más dentro de la masa, indefenso, expuesto, se mimetiza con otros sin hallar motivo para el reconocimiento, perdido tras una gran cortina de agua desdibuja la presencia de un espectáculo, que es él.


"El vestido es fundamental en la vida humana. De hecho, es tan trascendental que me pregunto qué fue antes, si el hombre o su atuendo. En ocasiones se tiene la impresión de que la historia de la humanidad no es la de su carne, la de sus huesos o la de su sangre, sino la de su indumentaria (...) Llegado a este punto, considero que todo ese interés por inventar vestimentas nuevas no es producto ni de la necesidad ni de la casualidad. Es la consecuencia lógica de un afán muy humano por sobresalir y destacar por encima de los demás. Es como, si al ponerse tal o cual prenda, el que la vistiese quisiera decir: «Yo no soy como vosotros». De esta realidad se puede deducir la siguiente verdad universal: igual que la naturaleza rechaza el vacío, del mismo modo «los hombres aborrecen la igualdad»" (Soseki, 1907)

He ilustrado estas notas con el retablo The Nakamanjiro public bath, de Kunisada Utagawa, (1869) pues me parece da orden a las dimensiones referidas por Soseki, escenas con paisajes que se incorporan entre encuadres y pasillos, texturas que irrumpen la mirada pero que la integran en recorridos, tanto que pueden ser acariciadas aun tibias, y aromas que prolongan en la memoria la imagen de una naturaleza ubicada en un tiempo y espacio determinado. Al fondo, un gato…


¿Puede reconocerse el gesto espontáneo y sencillo de la escritura en la manifestación de líneas que dibujan y definen la expresión de los cuerpos?

The Nakamanjiro public bath (1/3)

“Entré en el onsen a hurtadillas, y observé. A mi izquierda había una montaña de astillas de madera de pino y, al lado, un montículo de carbón mineral. ¿Por qué las astillas de pino se amontonaban en forma de montaña y el carbón en forma de montículo? (…) Continué con mi exploración y me metí por un pasillo que desembocaba en una puerta entreabierta. Reinaba un silencio maravilloso, pero, en cambio, en el lado opuesto del pasillo se oía una cháchara bastante desagradable. Ése debía de ser el famoso onsen del que tanto hablaban los humanos. Así que me aventuré por el valle que se abría entre la montaña y el montículo, y giré a la izquierda. A mano derecha había una ventana de la que colgaban unos cubos de madera que conformaban una especie de pirámide. De un poco más allá sobresalía una tabla de madera de varios metros de largo, cuya única finalidad parecía ser la de servirme de trampolín para entrar en el recinto. Estaba más o menos a un metro de altura, y brincar hasta allí no me supuso ninguna dificultad. Me encaramé a la tabla y bajo mis ojos apareció un inmenso tanque lleno de agua” (Soseki, 1907)

The Nakamanjiro public bath (2/3)

“Por supuesto, puedo decir que aquella era una sala de baño. Tendría unos dos metros de ancho por tres de largo, y estaba dividida en dos secciones, cada una de las cuales tenía el mismo tamaño que la otra. En una parte había una gran pila de agua de color blanquecino, de la que se decía que tenía supuestas propiedades medicinales, aunque a mí su color más bien me sugería que se trataba de agua sucia, grasienta o incluso diría que putrefacta. Su blancura no sé a qué obedecía, pues, según escuché, su contenido completo se cambiaba una vez por semana. Enfrente de esta piscina había otra que contenía agua caliente sin más. Ésta tampoco destacaba especialmente por su transparencia y claridad. De hecho, más bien parecía un tanque lleno de agua de lluvia, y su color, turbio y repulsivo, llevaba a pensar que hubiera estado expuesta a los elementos durante meses en plena vía pública, a la vista de todos los transeúntes” (Soseki, 1907)

The Nakamanjiro public bath (3/3)

 
 
 

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