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  • AG
  • 21 jun 2020
  • 5 Min. de lectura
"Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. Fue la primera discusión que tuve con la hermanita Josefa, la monja que nos cuidaba a Sol y a mí. De un momento a otro la hermanita me dijo: Su papá se va a ir al infierno porque no va a misa. Le pregunte: ¿Y yo?, Usted va a irse para el cielo porque reza todas las noches conmigo. (...) Había estado imaginándome todo el día en el cielo sin mi papá (me asomaba desde una ventana del paraíso y lo veía allá abajo, pidiendo auxilio mientras se quemaba en las llamas del infierno), fue entonces cuando le dije: No voy a volver a rezar. Yo no quiero ir al cielo. A mi no me gusta el cielo sin mi papá. Prefiero irme para el infierno con él (...) Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto y en cierto modo opuesto. Yo sentía que a mi nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo". (Abad, 2016)

Fragmento de Héctor Abad en su libro El olvido que seremos. Inicio con esta cita porque en cuánto la leí supe que sintetizaba en unas cuantas palabras el amor que yo siento por mi papá.


Melannie and me swimming (Andrews, 1978)

Existen referencias en la vida de todos. Algunos nos damos el tiempo para cuestionarlas, otros no. En lo particular es un análisis que encuentro bastante divertido y que en momentos de indecisión me permiten elegir con peculiar acierto.


Referencia, en este sentido es lenguaje como modo de comunicación, si se reduce a la mínima expresión puede ser una palabra que se transforma en la imagen de una cosa y remite a un conjunto de éstas, como hecho y estímulo.


Hoy con motivo del día del padre quiero platicarles sobre esta gran referencia que junto con mi madre se encargó de apilar experiencias agradabilísimas en torno a la mesa y que se grabaron en la niñez como el abecedario que se funde en el inconsciente para producir palabras que en la adultez se traducen como afectos, series de ellos que siguen el curso de su desdoblamiento.

Mi pasión por la gastronomía y la enología asociada a los buenos momentos en la mesa provienen de casa, de unos padres que siempre se preocuparon por presentar tanto a mi hermano como a mi la mejor versión del alimento más sano y nutritivo.

Cuando eres niño, también eres melindroso; recuerdo que había veces que no era tan atractivo terminar todo lo que mi mamá nos servía pero ante tal condición irrevocable varias veces puse en práctica el tip que mi hermano me enseñó sobre desparpajar la comida en el plato, era suficiente para mostrar menos restos de comida y ser liberada de ese momento que parecía interminable.

Cuando crecimos, cada vez comíamos más y mejor, pero había un acto que se repetía, todos juntos, al mismo minuto, dábamos gracias a Dios e iniciaba el festín: Primer tiempo, segundo tiempo, tercer tiempo hasta que el alimento se extinguía de nuestros platos.

Al paso de los años fui más consciente de otros detalles, mi papá siempre comía con copa de vino tinto y cuando él creyó que tenía la suficiente edad para probarlo, me empezó a servir, ¿Quieren que sea sincera? Mi paladar de quinceañera no soportaba más de dos tragos, sin embargo mi inconsciente lo iba abrazando, confirmo que el alma es más fuerte que el cuerpo, pues la primera alimenta con su memoria y cariño al segundo.

Los domingos, mi papá nos llevaba a comer fuera, nos alegraba mucho con su invitación, eran lugares que él como monarca absoluto elegía pero en los que comíamos delicioso, disfrutamos cada domingo y oficialmente lo nombramos como único para repetir y estar en familia.


Mi atención era cautivada cuando le solicitaba al mesero la carta de vinos y de una gran lista indescriptible entre países, regiones y uvas era yo incapaz de entender, mi papá hacía de su elección uno de los motivos de alegría.

Después de algunos años, sabía que quería entender toda esa palabrería expuesta en un papel que aunada a la obsesión por los sentidos, me motivó a estudiar sobre este fascinante mundo de la enología en el que cada día sigo descubriendo.

Hoy, ese hombre tan generoso, me da el honor de elegir el vino que corta experiencia considera el más adecuado.


Las actividades cambiaron y la familia creció, pero incluso viviendo en sitios diferentes, cada vez que nos reunimos alrededor de un mesa, parece que esa atmósfera de la infancia se replica con mayor emocion y fuerza. Este eco queda vibrando en el interior para dar gracias a ese padre consentidor que con fortuna tengo conmigo para felicitar y brindar con su vino favorito el tercer domingo de junio.

En general, a mi papá le gusta el vino tinto pero su consentido es el Ribera del Duero, destaco que mi padre no le da peso a la bodega ni al proceso de añejamiento pero sí a la región.





Así que hoy les traigo a la mesa este vino, seguramente te lo has topado en alguna reunión, Pingus, pequeña bodega fundada por el agrónomo y enólogo danés Peter Sisseck. Me gusta para la ocasión porque es un vino cuya producción es muy celosa de sus uvas, como mi papá, trabajan de una manera artesanal con viñas de 50 a 70 años de edad en tan solo 5 hectáreas de extensión. Al transcurrir de los años ha singularizado el sabor de sus mostos, esta transmisión de cariño y cuidado ha hecho de su vino una obra de arte para los sentidos, te invito a probar la añada 2017.


En vista un rojo granate cuya densidad y coloración es extracto de una masa vegetal débil pues fue un año particularmente débil. Como acostumbra esta región, en nariz, es sumamente expresivo, aromas de fruta madura que recuerdan al capulin y a las moras azules, al fondo hallarás clavo y mantequilla. En boca, recibiras la ola de taninos que desprende la maduración de sus hollejos y una acidez baja que le concede la categoría de cálido y seco. Puedes acompañar con aves de caza o un carnes rojas ligeras como la ternera.


Para ilustrar este relato haré una referencia breve con una mas de mis pinturas favoritas, Melanie and Me Swimming (1978), de Michael Andrews, artista inglés (1928-1995) cuya obra se desprende de una fotografía. Recordemos que desde los años cincuenta las fotografías fueron motivo para su actividad que como montajes integró con fragmentos y relatos de su imaginario. Esta fue una captura de su amigo, Jean Loup Cornet, cuando nadaba con su hija Melanie de seis años en una piscina  de Pertshire, Glasgow. El artista cristaliza el momento con otro escenario, añade sombras, rocas y obscuridad, de la que me parece solo un padre puede mantener a salvo. Melanie, transpira alegría en el rostro y seguridad en los brazos de su padre, ¿Puedes ver su sonrisa?


Así yo hoy, en medio de una pandemia a salvo junto a él, en el intento de ofrendarle algo en respuesta de aquello que él sin cuestionarse me dio.


 
 
 
  • AG
  • 14 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 16 jun 2020


Esta obra se viralizó en las redes sociales como efecto de la pandemia COVID-19, los actores de esta pintura fueron apagados como un layer en el que dejaron de existir como reconocimiento del escenario y a su vez, la categorización de la afonía producida por el vacío.


No es curioso que esta subersiva imagen pintada en 1942 fuera estímulo y respuesta para una diferenciación del espacio público y su retórica en 2020, la cual después de la pandemia cambió por conceptos que evocan el silencio, la ausencia y la soledad. Nighthawks es una escena realizada por Edward Hopper que manifiesta la incertidumbre por la que atravesaba la comunidad estadounidense, cuando Japón ataca la base de Pearl Harbor, acto preventivo que obliga la incorporación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.


Manifiestos que se vuelven en referencias para asociar cúmulos de hechos que desencadenan sensaciones de desolación, melancolía y relaciones interpersonales en las que ni siquiera hay un contacto visual. Sin embargo, sí existe la luz que baña las formas, elementos claves para el entendimiento de Hopper:


“(...) de pintar la luz del sol sin eliminar la forma debajo de ella.”

Hopper plasma perfectamente la ciudad con sencillas geometrías, extintas tonalidades que aunque no encendidas, engrandecen la desolación y melancolía que inundó por más de tres meses muchos de los rincones que en nuestra mente siempre han presenciado dinamismo, gente y bullicio; las ciudades siguen vigentes, marchitas de sol, ahogadas de agua, respiran el viento y anhelan el andar del transeúnte cuyo automatismo ha olvidado los aspectos diferenciadores de su relato.



Para cerrar con esta inconclusa reflexión he traído a la mesa un destilado cuyas características organolépticas considero son acordes a momentos de inseguridad, introspección y oportunidad: El Chartreuse.


Licor francés de alta concentración alcohólica (más de 50 grados) que se elabora en la región de los Alpes. Si encuentras referencias en Tarragona, recuerda que este grupo fue expulsado de Francia en 1903 y en España prolongaron su estancia. Su nombre proviene de Grand Chartreuse que significa Gran Cartuja, los cartujos fueron monjes que elaboraron este licor con destilado de uva y maceración de más de 130 hierbas.


El Chartreuse de esta semana es de color verde, (pues también hay amarillo), parecido al de la cáscara de la lima, recuerda que su coloración proviene de la clorofila que desprende singular receta, su brillantez es cegadora, efecto de la luz y el alto contenido de alcohol que posee, por lo que su densidad en copa será muy parecida a la de una resina, verás que el desplazamiento de sus gotas por la superficie será muy lento, cual letargo ante la gravedad.


De alta intensidad aromática, herbal y fresco, pero a la vez con notas furtivas a miel, inundará tus papilas gustativas con un sabor interesantísimo, aunque la amargura se hará presente, no es tan predominante para odiarla, sentirás una textura entre lengua y paladar inolvidable, en cada sorbo el Chartreuse irá barnizando cual pincel la madera hasta generar una armonía que querrás repetir una y otra vez.


Lo sugiero al final de un copioso menú, su sensación después de cada trago es reconfortante, y aunque su uso más conocido es digestivo, también podrías tomarlo sin mayor pretexto con un par de hielos y un trozo de chocolate (de preferencia amargo), ¿la razón? Recordar que estamos en pausa, lo suficientemente larga para cuestionar y encontrar el motivo que nos conducirá a la conversión del estar y del ser.


 
 
 

Actualizado: 7 jun 2020



Abeja Melipona beecheii

Ayer abrí una botella de vino blanco, blend de uva Chenin blanc al 98% y Colombard al 2% de la casa Monte Xanic, promete una ceremonia, aunque casual, para mí es un vino especial, pues casi siempre asocio su descorche a recuerdos que grabo al son de gente muy querida y deliciosos platos. Tan multifacético que le viene bien a guisos con arraigo familiar.


Además de ser un vino de cualidades organolépticas particulares pues colecta aromas de una selva tropical, esencias como la piña, el mango, plátano, guayaba y flores blancas que se hacen presentes al contacto con la copa, hoy les quiero platicar sobre una notita muy particular que recurrente, punzaba el paladar entre cada sorbo, finalmente se confirmó, era miel pero no una cualquiera, sino la melipona, ¿La conoces?.


Quiero traer este afecto a la mesa porque esta miel no se produce en todos los ambientes, su sabor proviene de una especie endémica en México, lo que quiere decir que su existencia corresponde a una zona geográfica específica por lo que su ciclo de vida es patrimonio biológico y cultural de nuestro país gracias a condiciones físicas como las de Veracruz, Oaxaca, Chiapas y Yucatán.


Meliponini corresponde a un grupo de abejas que no tienen aguijón, de éstas hay hasta 10 variedades. La Melipona Beechei es una de ellas, cultivada en el ecosistema Mesoamericano del Petén en la península de Yucatán por los Mayas, su origen ha quedado registrado en el Códice de Madrid, uno de los tres códices mayas que se salvaron de haber sido desaparecidos por los franciscanos en la época de la conquista por manifestar creencias “paganas”.



Los códices fueron realizados por escribas hacia el siglo XIV quienes a través de signos reflejaron aspectos diarios de la vida, entre ellos las prácticas agrícolas, como la meliponicultura que representaba luz, fertilidad y tributo en su cosmovisión. Cada elemento cobra una categoría cuando se comprende el significado y por lo tanto, el sentido de su presencia en la historia y en el mundo, de ahí la importancia de la preservación de las lenguas indígenas.


Las abejas en general son insectos que polinizan muchas otras especies, las meliponas en particular al habitar regiones específicas pecorean ciertos árboles y arbustos nativos, por lo que el misterio de su sabor proviene de otros frutos, un ejemplo es la guanábana.


Su densidad es baja, muy líquida y tiene un color ámbar muy claro. Sus aromas son delicados, a flores y frutas que se mecen entre notas a resina y madera como efecto del habitáculo “meliposo”, el jobón, tronco hueco donde se extrae la miel.


No olvidemos que el brillo de su carácter es su persistente y armoniosa acidez, por eso es tan preciada en el mundo de la gastronomía internacional pues aporta el efecto umami a distintos guisos. Sus características organolépticas a su vez son la prolongación y el legado del modo de ver e interpretar el mundo por nuestros antepasados.



Amar la riqueza de México entorno a su historia es cuestionar sobre las cadenas de valor y producción en todos aquello que forma parte de nuestra cultura alimentaria, por lo que siempre recomiendo verificar si está hecho en México y quién es el proveedor.


Si no has probado este delicioso néctar, busca, prueba y grábalo en tu memoria, para que en la próxima copa de vino blanco mexicano cuya expresión olfativa provenga de la fruta exótica, lo encuentres y establezcas una consonancia que te permita estar, aunque no en el espacio físico, en el imaginario del Petén, aliados una vez más por el mismo estímulo.

 
 
 

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